lunes, 27 de agosto de 2018

la mesa del puesto vacío

Ella disfruta la música como si la recorriera por dentro, 
y a cada bocado siente las notas de la historia de amor que se pinta en la pista.
Se emociona de los arpejios que guitarrea el corazón de su sueño más profundo.
Sus dedos se mueven al compás del intenso ritmo que se entona en la sala del bar de cada noche. 

Ella no puede dormir sin su dosis de extasis español. 
Vibran sus ojos y siente la música como si fuese su propia historia.
Extraña las calles de adoquines y muros altos, las faldas largas  y las noches de bohemia. 
Extranjera en un país aislado, prófuga de sus raíces, melancólica de sus recuerdos. 

Ella, 
la misma de aquella mesa, 
la misma de todas las noches, 
la de la copa pequeña, 
la de la mesa con el puesto vacio, 
pero completa, 
llena de música de la castellana lejana; 
esa que no se conoce sin sentirla, sin besarla, sin escucharla, sin bailarla.

Aquella mujer, 
la de la mesa escondida, 
la sin miedo, 
la dominada por el acorde nocturno, 
esa que no puede dejar de bailar al compás de su corazón y dedos, 
creando historias de amor, 
historias de cuentos, 
deseando ser la protagonista. 

Brota en ella la esperada libertad de ser ella misma, 
completa como la luna, 
llena, vieja, sabia, suficiente, 
mejor que el vino que hoy llena mi copa, 
más vieja, más intensa, más esencial. 


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